Cada 1 y 2 de noviembre, nuestro país rinde homenaje a una de sus costumbres más representativas: el Día de Muertos, una festividad que combina espiritualidad, arte y color para honrar la memoria de quienes han partido.
En esta celebración, la muerte no se percibe como un final trágico, sino como una continuidad de la vida. Las tradicionales calaveritas de azúcar, coloridas y adornadas con los nombres de los seres queridos, simbolizan esta visión alegre y respetuosa del tránsito entre la vida y la muerte.
Durante estas fechas, México se llena de altares, catrinas y ofrendas, en un ambiente donde los vivos y los muertos “conviven” en un mismo espacio de amor y recuerdo.
Aunque cada región tiene sus particularidades, todas las celebraciones comparten símbolos esenciales.
Los altares u ofrendas son el corazón de la festividad: se decoran con flores de cempasúchil, velas, copal, imágenes religiosas y fotografías de los difuntos. No puede faltar el pan de muerto, elaborado con harina de maíz o trigo, azúcar y huevo, además de los platillos preferidos del ser recordado.
En muchos lugares, las familias acuden a los cementerios para adornar las tumbas con flores y veladoras, mientras montan pequeñas ofrendas sobre las lápidas o a lo largo del camino hacia el panteón, creando un paisaje iluminado y lleno de simbolismo.
El Día de Muertos se vive con entusiasmo en todo el país, aunque con matices regionales.
En Mixquic, Ciudad de México, se realiza La Alumbrada, donde las calles se iluminan con miles de velas y flores, convirtiéndose en uno de los eventos más emblemáticos del país.
En Oaxaca, los altares se organizan por niveles y se viste la ciudad con la Plaza de la Muerte y las famosas muerteadas, desfiles donde la gente porta atuendos negros y espejos que representan la dualidad entre luz y oscuridad.
En Guanajuato, las calles se llenan de color con el Desfile de Catrinas, mientras que en Aguascalientes se celebra el Festival de las Calaveras, en honor al artista José Guadalupe Posada, creador de la icónica “Catrina”.
Otros lugares destacados son Janitzio y Pátzcuaro en Michoacán, Xochimilco en la Ciudad de México y Cuetzalán en Puebla, todos reconocidos por la belleza y solemnidad de sus rituales.
El Día de Muertos es resultado de la fusión entre las tradiciones indígenas y las creencias católicas.
En las culturas prehispánicas —como la mexica, maya y purépecha—, la muerte era parte natural de la existencia. Se creía que el alma viajaba al Mictlán, el inframundo donde continuaba su trayecto espiritual.
Con la llegada de los españoles, estas prácticas se mezclaron con las conmemoraciones cristianas de Todos los Santos (1 de noviembre) y Fieles Difuntos (2 de noviembre), dando origen a la celebración actual.
Patrimonio Cultural de la Humanidad
En 2008, la UNESCO declaró el Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, reconociendo su profundo valor simbólico y su capacidad para fortalecer la identidad y cohesión social de las comunidades mexicanas.
Según la UNESCO, esta tradición no solo reafirma el vínculo entre los pueblos indígenas y sus antepasados, sino que también refuerza el sentido de pertenencia y la continuidad cultural de México.
El Día de Muertos es, en esencia, una celebración de la vida misma: una muestra del amor eterno que trasciende el tiempo y une a las generaciones a través del recuerdo.